martes, 28 de marzo de 2017

Y LOS RATONES NOS DIJERON QUÉ COMER

    Cuando nuestro organismo acuña problemas metabólicos derivados principalmente de un exceso de grasa corporal, es normal adherirse a determinadas tendencias que preconizan cambios marcados en nuestro físico en un breve espacio de tiempo. Es lógico, quién no desea convertir su físico “acolchado” en un cuerpo escultural como el "David" de Miguel Ángel. Supongo que pocos serán los que puedan sustraerse a esta tentación transformista. Pero no sólo habría que poner en la mejora de la composición corporal el enfoque de nuestras pretensiones…, tratar de disimular en un físico proporcionado las alteraciones plasmáticas de un metabolismo enfermo solo nos conducirá, con el tiempo, a un callejón sin salida. Aunque, en muchas ocasiones, ni tan siquiera será necesario escudriñar en las intimidades de nuestro rico plasma para advertir en el rostro la imagen de una salud quebrada.
   Siempre que alguien me dice que está llevando “tal o cual” dieta, lo primero que hago es fijarme en su cara, en su piel, en su pelo, en su aspecto en general, en cómo se mueve…, porque eso me podría proporcionar una “información” de cómo sus células están gestionando el reparto de nutrientes ante la situación metabólica impuesta por la dieta. No solo por la posible restricción calórica aplicada, sino también, por la proporción de macro y micronutrientes ofertados con los alimentos consumidos. Esto es importante…, porque perder grasa y perder salud no son términos que se excluyan, ni mucho menos. Y el rostro, que suele decir mucho, podría no callar ante dietas pésimamente estructuradas. Tampoco la materia prima con la que estas se confeccionan es baladí. Cierto es que se podría mejorar la composición corporal utilizando alimentos altamente procesados e incluso promover al mismo tiempo una corrección de los lípidos sanguíneos mientras la pérdida de tejido adiposo se materializa. Pero, tarde o temprano, el inadecuado aporte de micronutrientes, polifenoles y fibra, acabará menoscabando nuestra salud al mermar la capacidad de nuestras células para obtener energía; limitar su sistema antioxidante y producir, paralelamente, alteraciones en la microbiota intestinal. No, no podemos sustituir alimentos naturales por sus homónimos altamente procesados; mejor dicho, no debemos, porque no son, en esencia, lo mismo. Y aunque las calorías y los macronutrientes podrían modularse para gestionar una eventual pérdida de tejido adiposo, sin esos otros compuestos, que de forma natural se encuentran en los alimentos, lo más normal es que, tarde o temprano, nuestro rostro acabe mostrando su “cara más amarga”

   Pero no siempre lo “natural” nos ha de preservar de la fatalidad…, si la dosis hace el veneno, debemos tener presente que cualquier alimento, por muy “paleolítico” que sea, podría producir efectos no deseados en nuestro organismo si sobrepasamos el límite de tolerancia individual. De algunos se podrá consumir mucho, de otros, en cambio, más bien poco. Generalmente, cuanto menos lo haya “ofertado” la naturaleza menor será la probabilidad que tendremos para gestionar eventuales atracones del alimento que sea. Pero, incluso habiéndose encontrado en demasía en nuestro pasado evolutivo, la activación de los mecanismos centrales que inducen saciedad nos evitaría consumos desproporcionados de una sola vez. Hoy en día, en cambio, realizamos acciones con las podríamos sortear más fácilmente los mencionados mecanismos; al menos eso es lo que podría parecer en un primer momento...

   Sergio Vázquez de “Bacteria Nutritiva” señaló algo importante en su página de Facebook al mostrar la equivalencia en fructosa entre un zumo exprimido de naranja y un refresco comercial con la misma cantidad de líquido. Efectivamente, exprimir naranjas es una forma sencilla de aumentar los niveles de fructosa al permitir consumir "elevadas" cantidades de esta fruta que de haber sido masticada correctamente seguramente no se habría producido. No es que esto sea malo de por sí, pero es algo a tener en cuenta...

  No obstante, siempre debemos ser cautos al interpretar los estudios realizados en animales o aquellos otros en seres humanos en los que se emplean dosis excesivas, alejadas de la realidad o sin que vengan, en este caso, acompañada de la glucosa, que es como habitualmente se encuentra en la naturaleza. Es verdad que, grosso modo, podrían ser útiles para hacernos una idea de lo que acontece en un ser vivo; pero, otras muchas veces, las conclusiones extraídas podrían no ser las más adecuadas. Es posible que la fructosa haya cargado, no digo que injustamente, con un papel etiológico en el Síndrome Metabólico. La consideración de sustrato preferencial para la síntesis de novo de triglicéridos, la ha señalado como candidato indiscutible en la formación de hígado graso y resistencia a la insulina, aunque también de afectar negativamente a las hormonas reguladoras que inducen saciedad. Pero, debemos ser cautos al interpretar estas asociaciones surgidas, en muchos casos, de extrapolaciones de estudios realizados en ratones, los cuales presentan una capacidad muy superior al ser humano para sintetizar triglicéridos, tanto como un 30%,  incluso más, ya que en sobrealimentación podrían llegar al 50%; mientras que en seres humanos esta capacidad, en principio, no suele superar en condiciones normales, el 1% 


Un archivo externo que contiene una imagen, ilustración, etc. Nombre del objeto es nutrientes-09-00181-g002.jpg

     Pero es que esa capacidad de la fructosa para afectar las hormonas que regulan la saciedad en el hipotálamo, también podría tener algunos matices...Recientes estudios sugieren que los efectos adversos observados en el sistema nervioso central no suceden por los niveles plasmático de fructosa, que son especialmente bajos en los seres humanos, sino más bien por la activación de la ruta de los polioles en el cerebro (glucosa-sorbitol-fructosa) y que esta parece activarse en el estado de hiperglucemia. De tal forma que estas concentraciones elevadas de fructosa no tendrían procedencia exógena como se pensaba, sino endógena a partir de la glucosa circulante, llegándose a alcanzar concentraciones 20 veces superiores en el cerebro que en el plasma (aquí). Por tanto, la prudencia debería imponerse en la interpretación de los resultados que surgen con respecto al consumo de fructosa, al igual que debería suceder con las grasas saturadas (motivo principal de este post, por cierto). 

    Pero, dicho esto, hay que tener en cuenta que no sólo es este eventual zumo de naranja exprimida, que cada día consumimos como parte de una dieta presumiblemente sana y equilibrada, lo que nos debería preocupar. ¡Por supuesto que no! Multitud de  compuestos químicos, bacterias, virus, lipopolisacarído, además de un excesivo aporte de nutrientes llegan también, diariamente, por circulación portal, a este órgano central del metabolismo, que deberá no solo neutralizar los patógenos ingresados, sino también, transformar los excedentes; deshacerse, a través de los ácidos biliares, de los productos de los desecho; y no olvidar, en este ajetreo diario, de su implicación en el metabolismo de los carbohidratos, los lípidos y las proteínas.

   Pero hay una patología clave con la que seguramente no tuvieron que “bregar” nuestros ancestros del paleolítico que podría alterar completamente el funcionamiento de este órgano central del metabolismo, me refiero a la resistencia a la insulina PATOLÓGICA (RIP, acrónimo esclarecedor), pieza central del Síndrome Metabólico, ampliamente relacionada con la inflamación crónica de bajo grado, antesala de la diabetes y muy asociada con las enfermedades cardiovasculares.


   La RIP impone una tensión adicional al hígado y al resto de organismo... La imposibilidad de captar adecuadamente glucosa por parte del tejido muscular y adiposo provocará su elevación en sangre presionando al hígado para transformar parte de esa glucosa en "grasa" (y en el cerebro en fructosa...); además, la imposibilidad de mantener los lípidos en albergados en los adipocitos producirá una "fuga" constante de ácidos grasos libres que serán nuevamente reesterificados en el hígado sumándose a los formados de novo por los altos niveles de glucosa mencionados. Ahora el hígado sí que tiene un problema…, sin capacidad para oxidar completamente los lípidos, formados y/o recibidos, y abrumada su capacidad para exportarlos fuera, se producirá un progresivo almacenamiento ectópico de lípidos en lo que se conoce hígado graso no alcohólico el cual podría evolucionar negativamente hasta la cirrosis hepática. Y aunque el hígado no depende de la insulina para captar glucosa sí que esta hormona ejerce su control sobre la producción de glucosa hepática (resistencia selectiva)


     En esta situación de resistencia patológica a la insulina añadir todos los días unos cuantos zumos de fruta podría (quien sabe) no ser la mejor opción a pesar de su “naturalidad” y nuestras buenas intenciones. Aunque siempre podría haber cosas mucho peores, eso sin duda.

    Un hombre del paleolítico, en cambio, no tendría mayor problema en consumir cantidades significativas de fruta; no en forma de zumos recién exprimidos como lo hacemos hoy en día, pero seguro que la debió incluir en su dieta en determinadas épocas del año. Es posible que ese sabor dulce, tan atrayente, hiciera de la fruta un alimento muy apetecible del que difícilmente podrían sustraerse cuando su abundancia estacional las ofertara como una rica forma de saciar un estómago casi siempre hambriento; este consumo "elevado", pero ocasional, favorecería, por su metabolismo particular, la formación de glucosa y glucógeno hepático y, tal vez, también triglicéridos con los que cubrir su necesidades energéticas a corto y largo plazo.

   Es posible que ese consumo de fruta pudiera tener un sentido evolutivo que contribuyó, en su momento, a mejorar la supervivencia de la especie en épocas de escasez de alimentos; pero, hoy en día, el exceso de fructosa, y no precisamente incorporada por el consumo de fruta entera, y seguramente que tampoco por zumos de naranja, podría contribuir a exacerbar los problemas metabólicos derivados de un balance energético crónicamente positivo. En base a todo esto ¿se debería limitar la fruta entera? NO, por supuesto que no, más bien ajustar las calorías consumidas, y evitar ingerir grandes cantidades de este azúcar eliminando de nuestra dieta aquellas formas que la incluyen, deliberadamente, en elevadas concentraciones. Todos sabemos cuáles son esas formas, ¿verdad? Pero, dicho esto, hay que tener en cuenta que la resistencia a la insulina, como sello característico de la obesidad, puede ser el principal determinante de la tolerancia individual con respecto a los carbohidratos y la fructosa, al activar factores de transcripción como ChREBP y SREBP que regulan la expresión de genes lipogénicos que facilitan una mayor conversión a lípidos.

    Pero de lo que realmente quería hablar en este post no es de la fructosa, precisamente, sino de grasas saturadas (¡quién lo diría!) Bueno, este tipo de grasas, muy denostadas en pasadas décadas, son ahora recuperadas y alabadas por acérrimos defensores de dietas cetogénicas, mostrando una dualidad un tanto desconcertante. ¿Qué debemos saber de ellas? Siempre que surgen dudas hay que ver que dice la ciencia, pero en este sentido el desconcierto al que aludo se materializa en conclusiones contradictorias. Mientras algunos estudios la señalan con capacidad aterogénica al incrementar el subtipo pequeño y mediano de las partículas de colesterol LDL (aquí); otros, en cambio, no ven dicha asociación (aquíaquí). Y, en todo caso, este mayor riesgo al que se refiere el primer estudio sucedería solo en personas predispuestas, es decir, aquellas consideradas inicialmente como fenotipo B, que son las que por causas genéticas o diagnosticadas con Síndrome Metabólico, presentan previamente un subtipo de LDL adverso. Por tanto, al igual que con la fructosa, podrían ser nuestras patologías previas las que determinen nuestra tolerancia particular con respecto a las grasas saturadas.

   Pero dicho esto, sí que la ciencia parece encontrar algo más de consenso cuando se atiende a la capacidad de este tipo de grasas para promover la inflamación. En este caso la asociación estaría mediada por la activación de los receptores tipo Toll (TLR), principalmente TLR4, desarrollados para detectar patrones moleculares presentes en diferentes patógenos, dando lugar a una respuesta de tipo inflamatorio por parte del sistema inmune innato
 (aquíaquí). 
   
    Hay que tener en cuenta que, además de la activación directa, los ácidos grasos saturados podrían promover la sobreproducción de lipopolisacarido en la microbiota intestinal, elevando su concentración plasmática. El lipopolisacarido, componente principal de la membrana externa de las bacterias gram-negativas, es un ligando natural de los mencionados receptores, por tanto, directa o indirectamente, la grasa saturada podría promover la inflamación, además de propiciar un cambio en la polarización de los macrofragos, de M2 (antiinflamatorios) a M1 (proinflamatorios) (aquí). 

   Aparte de este vínculo con la inflamación, otra losa pesada que debe soportar la grasa saturada es su asociación con el colesterol. Aunque ambas situaciones podrían estar relacionadas; quizás, no de modo directo, pero sí, nuevamente, a través de la inflamación, ya que esta puede aumentar la expresión de PCSK9 (proteína subtilisina convertasa kexin/ tipo 9) que es una proteína que estimula degradación de los receptor de LDL (LDLR) haciendo disminuir su número y, por tanto, reduciendo la captación de las partículas que contienen apoB, como las LDLs y quilomicrones. Además, también inhibiría el transporte inverso de colesterol lo que, en definitiva, favorecería un mayor acopio de colesterol por parte de los macrófagos y otras células inmunes para apoyar su función ante una hipotética infección (aquí)(¿y evitar de este modo la afectación hepática?)  

    Por tanto, podemos decir que las grasas saturadas (y no todos los casos) podría promover un aumento de la inflamación y del colesterol LDL. Aunque de ahí a decir que este tipo de grasa se asocia con eventos cardiovasculares adversos va un mundo. No obstante, la pregunta que nos podríamos hacer es por qué sucede esto. No creo que este acontecimiento sea un hecho fortuito, sin duda…

     Podríamos especular que los hombres del paleolítico se alimentaban no siempre de animales recién capturados, sino carnes en semidescomposición. Muchas veces por la imposibilidad de conservarlos en perfectas condiciones y otras porque la ausencia de caza incentivaría actividades como el carroñeo. Sin un sistema inmune potente y activo para hacer frente a hipotéticas infecciones, las posibilidades evolutivas se habrían visto muy reducidas. Es quizás, por este motivo, que las grasas saturadas podrían haber activado TLR4 como una pronta respuesta del sistema inmune innato que facilitaría el acopio de colesterol por parte de las células inmunes y la captación de LPS por las HDL. Aunque, sinceramente, creo que esto es especular demasiado.... Quizás esa interacción de las grasas saturadas con las células del sistema inmune se produciría simplemente por su parecido estructural con el lipopolisacarido.


    Fuese como fuese, lo que debemos tener en cuenta es que, actualmente, el consumo de grasa saturada podría haber aumentado con respecto a nuestro pasado evolutivo (seguimos especulando). Aunque sinceramente esto podría depender de la población tomada como referencia. Lo que sí es cierto es que la dieta occidental ha aumentado el consumo de grasa, pero no precisamente de la que proviene de animales que pastan en libertad, sino de aquellos otros que se mantienen estabulados en granjas de producción intensiva con una alimentación rica en piensos que produce modificaciones en el perfil de lípidos elevando la concentración de ácidos grasos saturados y poliinsaturado Omega-6 (Fuente de la gráfica). 

      Aunque, en la dieta occidental, no toda la grasa saturada consumida tiene procedencia animal..., una parte sustancial deriva del 
aceite de palma refinado, utilizado para la elaboración de un sin fin de productos procesados, elevando el peso del ácido palmítico en la alimentación humana. Ahora todos parecen querer culpabilizar de la mayoría de los males de nuestra dieta moderna a este ácido graso saturado. Bueno, esto es intrínseco al ser humano; primero fueron las grasas saturadas en general; luego los azucares simples; luego la fructosa; luego, el ácido palmítico; luego, los Omega 6; luego..., etc, etc. Nunca pararemos de buscar responsables individuales sin darnos cuenta que una visión excesivamente reduccionista nos puede hacer perder las perspectivas globales que rodean un metabolismo tan complejo como el del ser humano.  Pero, volviendo al ácido palmítico, creo que achacarle la responsabilidad de la actual epidemia de diabetes y enfermedades cardiovasculares podría resultar excesivo. Y todo, como siempre, dependerá del estudio elegido para establecer dicha asociación. Si nuevamente optamos por alguno realizado en ratones, la asociación parece cantada, en cambio, en humanos..., las dudas que surgen son suficientes como para poner en cuarentena afirmaciones tan catastróficas (aquíaquí). Y, es que debemos tener presente que el vilipendiado ácido palmítico (16: 0) es un ácido graso saturado que no solo es aportado a través de la dieta sino que también puede ser sintetizado de forma endógena a partir de otros ácidos grasos, carbohidratos y aminoácidos, formando parte de los triglicéridos del tejido adiposo y de las membranas celulares. Incluso podría considerarse un lípido esencial en el periodo fetal y neonatal; de ahí, las generosas cantidades suministradas de este ácido graso saturado a través de la lactancia materna (aquí) No, no podemos concluir, por tanto, que el ácido palmítico, como tal y sin ninguna consideración más, sea un ácido graso "malvado", por mucho que algunos todavía sigan anclado en la malignidad de las grasas saturadas, pero tampoco le daría toda mi confianza como luego veremos.  
  
 Veamos ahora los ácidos grasos poliinsaturados omega-6Sabemos que las respuestas inflamatorias se pueden modular, además de las vías dependientes de los receptores Toll-like, también por la producción de eicosanoides a través del consumo de grasas poliinsaturadas. La idílica relación 1 a 1 entre los ácidos grasos omega-3 y omega-6 que se pretende alcanzar se basa precisamente en los conocimientos moleculares que establecen que el ácido linoleico (LA) principal PUFA omega-6 favorece la producción de ácido araquidónico, y este a su vez eicosanoides proinflamatorios, mientras  que el ácido alfa linoleico, PUFA Omega-3, favorece la formación de EPA y DHA, y la síntesis de eicosanoides antiinflamatorios. Este equilibrio parece importante para mantener una salud óptima, pero el punto exacto entre los miembros de ambos "clanes" actualmente parece difuminarse. Ese paradigma proinflamatorio que se había establecido con el ácido linoleico parece tambalearse a tenor de ensayos clínicos realizados nuevamente en humanos, y no en roedores o en cultivo celular.  La conclusión actual es que el consumo LA en seres humanos sanos no parece aumentar los marcadores inflamatorios (aquí). Por otro lado, el potencial antiinflamatorio previamente estimado en los Omega 3 parece desinflarse cuando de igual forma se atiende a estudios realizados en humanos.(aquí

    ¿Entonces...? Es posible que el foco haya que moverlo un poco para centrar su haz de luz en las las formas oxidadas de las lipoproteínas de baja densidad. En este sentido, tenemos que tener en cuenta que  el ácido linoleico, principal PUFA Omega-6, es también el más abundante en las partículas LDL, lo que podría hacerlas mucho más vulnerables al ataque  oxidativo mediado por radicales libres o procesos enzimáticos que generarían los metabolitos oxidados característicos de las LDLox, partículas conocidas por su implicación en los procesos aterogénicos y la enfermedad cardiovascular. Por tanto, más allá de las concentraciones elevadas de colesterol, las formas oxidadas de las LDL podrían tener un papel más relevante en las ECV (aquí

    Por eso, las directrices que sugieren sustituir las grasas saturadas por PUFA omega-6 podrían ser adecuadas, tal vez, para reducir el colesterol total y el colesterol LDL, pero no para reducir la mortalidad por enfermedad cardiovascular, sino más bien todo lo contrario (aquíaquí). Y es que debemos tener en cuenta que una dieta rica en LA puede sobrecargar las partículas de colesterol de baja densidad con este PUFA favoreciendo la posterior formación de metabolitos oxidados, sobre todo cuando se le añade sustancias prooxidantes como el tabaco, el consumo crónico de alcohol o patologías que incrementan el estrés oxidativo como la resistencia a la insulina (aquíaquí, aquí). Además, también habría que tener en cuenta que el proceso de refinado que suele emplearse en la gran mayoría de los aceites vegetales con fines industriales, incluido el de palma, suele eliminar las vitaminas antioxidantes que, de forma natural, se encuentran contenidas en él, algo que facilita los mencionados procesos oxidativos.

   Bueno, si nos damos cuenta, la resistencia a la insulina es una de las patologías que podría alterar muchos de los resultados que se obtienen en seres humanos al conseguir que se asocie la materia objeto de estudio con efectos adversos en la salud.

   Ideas que debemos, por tanto, tener en cuenta:
  • La grasa saturada puede aumentar los niveles de colesterol LDL (aquí)
  • La grasa saturada puede aumentar la inflamación (aquí)
  • NO hay evidencia de que la grasa saturada se relacione con un mayor riesgo de enfermedad cardiovascular (aquí)
  • Ensayos clínicos en humanos sanos no apoyan un efecto inflamatorio de LA (aquí)
  • La sustitución de grasa saturada por PUFA omega-6 reduce el colesterol, pero puede aumentar el riesgo de mortalidad por enfermedad cardiovascular (aquí)
  • Los ácidos grasos omega-3 parecen perder el potencial antiinflamatorio cuando los estudios se realizan en humanos (aquí).
CONCLUSIÓN: SABEMOS MÁS BIEN POCO.
        ¿Significa que debemos aumentar nuevamente el consumo de grasas saturadas? No me atrevería a dar una afirmación tan tajante, al menos en un entorno tan poco favorable y distante de nuestro pasado evolutivo... Aunque directamente no se pueda relacionar las grasas saturadas con la enfermedad cardiovascular, sí parece algo más claro, como hemos visto, su relación con la inflamación, y esta sabemos que puede disminuir la sensibilidad a la insulina facilitando, en un entorno de calorías fáciles y poca actividad física, el aumento de la grasa corporal, antesala del sobrepeso y la obesidad, llevándonos de su mano a los procesos metabólicos que elevan nuevamente el riesgo cardiovascular del que pretendemos escapar, sobre todo cuando aparece junto a otros componentes del síndrome metabólico como la hipertensión y la hiperglucemia, la hiperinsulinemia y la dislipidemia. ¡Qué complicado! ¿Verdad?  

       Quizás ése sea realmente el problema, si nuestro entorno moderno restringiese de algún modo las calorías consumidas, al menos, durante la inflamación, podríamos establecer un paralelismo más evidente con nuestro pasado evolutivo, y lo patológico podría llegar a convertirse en fisiológico. Si realmente la inflamación fuese promotora de esa otra resistencia, sin duda lo haría con el fin de mantener un flujo de sustratos energéticos a los órganos importantes para la supervivencia. Si la principal entrada de patógenos sucede a través de los alimentos no resulta descabellado pensar que los sistemas metabólicos e inmunes deben estar íntimamente coordinados para garantizar la salud y la supervivencia. El ayuno y la infección, esta última a través de la inflamación, promueven la resistencia a la insulina con el fin de priorizar determinadas funciones dentro de un sistema complejo como es el cuerpo humano, pero, una inflamación mantenida o crónica sí que podría facilitar la ganancia de peso cuando se suministran más calorías de las necesarias..

        Pero tampoco se trata exclusivamente de un entorno poco favorable. Nuestra propia condición física podría no tener mucho que ver, al menos en el plano teórico, con el metabolismo altamente flexible del hombre del paleolítico. Es posible que la resistencia a la insulina, pandemia del mundo moderno, pueda también explicarse como un mecanismo de defensa con el que evitar el estrés celular ante una ingesta crónica y elevada alimentos (aquí, aquí).Pero, sea por el motivo que sea, esta situación lo cambia todo; no ya por la mayor expresión de factores de transcripción implicados en la lipogénesis de novo y la gluconeogénesis, sino también porque el tejido adiposo expandido o el hígado sobrecargado de lípidos proporcionan, de manera adicional, citoquinas que podrían mejorar aún más la inflamación. Una de ellas recibe el nombre de  Fetuin-A (Alpha-2-Heremans-Schmid glycoprotein) que es secretada por hígado y el tejido adiposo, sobre todo el visceral, y se encuentra aumentada en la obesidad (aquí) en la DM2 (aquí) y en la enfermedad del hígado graso no alcohólico (aquíaquí) Esta glicoproteína facilita la unión de los ácidos grasos libres, de la dieta o del propio tejido adiposo, con los receptores TLR4 desencadenando una respuesta inflamatoria a través de la actividad transcripcional del factor nuclear kappa-beta (NF-kB) Por tanto, cuanto mayor sea la concentración de fetuin-A mayor será también unión ácido graso/receptor y, por tanto, mayor la respuesta inflamatoria. De hecho algunos estudios indican que los ácidos grasos libres solo podrían aumentar la expresión de citoquinas inflamatorias y causar resistencia a la insulina en presencia de fetuin-A (aquí) (Fuente de la gráfica)
       
       Cuando decidimos hacer una dieta u otra con el fin de eliminar los kilos de grasa superflua que nos sobran debemos tener en cuenta que esta debe diseñarse para no agravar los problemas metabólicos que presumiblemente se encuentran asociados al sobrepeso o la obesidad que tratamos de resolver. Si nuestro tejido hepático segrega altas cantidades de fetuin-A (obesidad, resistencia a la insulina, hígado graso) alimentarnos con dietas muy altas en grasas saturadas, y ahí entra el ácido palmítico, podría quizás no ser la mejor opción, al favorecer, como hemos visto, la inflamación; sobre todo cuando no se realiza un ajuste adecuado de las calorías. No quiero decir que la grasa saturada no deba formar parte de nuestra dieta, ya hemos visto que realmente no existe una evidencia clara que la asocie con la enfermedad cardiovascular, pero si realmente queremos disminuir el tejido adiposo debemos fomentar aquellos procesos que nos sensibilizan a la insulina, y para ello debemos evitar la inflamación, venga esta de donde venga, por eso es importante también añadir la suficiente cantidad de actividad física, no ya por su presumible efecto sobre la composición corporal, sino por su capacidad para mejorar la acción de la insulina al disminuir, precisamente, las concentraciones de fetuin-A (aquí), mejorar la expresión mioquinas antiinflamatorias (aquí) y facilitar la captación de glucosa por la traslocación de los transportadores GLUT-4 a la membrana celular (aquí)

        Para finalizar, decir que no he pretendido con este largo post (como siempre) dar unas pautas de lo que debemos o no comer, ¿quién soy yo para hacerlo? Sino, más bien, invitar a la reflexión y darnos cuenta que, en realidad, no sabemos gran cosa; y que muchas de esas certidumbres con las se han "cosido" las rígidas directrices dietéticas no son más que meros castillos de naipes que caerán con el primer soplido fuerte que se les de. Nuestra dieta no se puede confeccionar en un simple trozo de papel ajustando macronutrientes y calorías sin ninguna consideración más. Busquemos comida de verdad, como la ofrecida por la naturaleza en nuestro pasado evolutivo. No dejemos que el neolítico desplace completamente todos aquellos alimentos que nos acompañaron hasta hacernos crecer como seres humanos, ni permitamos tampoco que los nuevos "alimentos" de diseño lleguen a formar parte de una pirámide nutricional ya tergiversada y con demasiados matices como para hacer norma de ella.

       No podemos hacer de la alimentación algo complejo, tampoco algo mágico, porque por desgracia no lo es... La realidad de nuestro día a día debe ser mucho más sencilla de lo expresado en este post..., no hagamos reglas superfluas donde prácticamente no las hay, la naturaleza impone muy pocas, simplemente respetar los ciclos vitales que nos vienen dados de serie y buscar el equilibrio con nosotros mismos y con el entorno que nos rodea, sin amortiguarlo excesivamente, pero sin recrearnos estúpidamente en el sufrimiento y en el dolor. Podemos tratar de cambiar el sentido de todos los procesos deletéreos que acompañan al sobrepeso y la obesidad mejorando poco a poco nuestra flexibilidad metabólica, fácil no es, ¡seguro! Pero creo que merece la pena intentarlo.

    8 comentarios:

    1. Sublime, como siempre. Es usted la viva imagen de aquella expresión coloquial que reza que lo bueno se hace esperar. Espero no tener que esperar tanto para el próximo, máxime cuando tiene aún por ahí alguna serie de artículos que continuar :)

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      1. ¡Gracias Iván!Cierto, tengo algún que otro artículo por continuar, de hecho te diría que ya están escritos, pero, al ser tan personales, no sé si publicarlos...

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    2. Genial como siempre el rato que he pasado leyendo tu artículo, donde haces reflexionar y pensar transmitiendo la información de un modo que me encanta.

      Una duda por qué cuando se produce la RIP ocurre esto: "la imposibilidad de mantener los lípidos en albergados en los adipocitos producirá una "fuga" constante de ácidos grasos libres" es decir por qué se liberan TG? para intentar subsanar el "hambre" de los tejidos? Pese a la insulina?

      Y muy de acuerdo con tu párrafo final, para los que nos guste será precioso investigar y saber tanto sobre nutri, pero hay que asumir primero que no sabemos nada (no cambiar unas rígidas directrices por otras aún más rígidas si cabe) y luego que las cosas en la práctica pueden ser mucho más sencillas en términos generales, hagámosle más caso a la naturaleza no seámos tozudos!

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      1. Muchas gracias por tu comentario Alejandro. En cuanto a tu pregunta, decirte que la resistencia a la insulina produce una liberación de ácidos grasos, no con el fin subsanar el “hambre” de los tejidos, sino, más bien, porque la función antilipolítica de la insulina se encuentra deteriorada. De esta forma se podría pensar que esos ácidos grasos liberados podrían ser utilizados como sustrato energético en lugar de la glucosa, que parece tener dificultad para entrar en la célula, pero, la hiperglucemia e hiperinsulinemia que se crea en dicho estado eleva la expresión de factores de transcripción que afectarían también el metabolismo de las grasas, haciendo disminuir su transporte y oxidación, y favoreciendo, en cambio, su síntesis. De tal forma, que ese flujo de ácidos grasos no estaría acoplado perfectamente con su posterior utilización, dando lugar a un progresivo almacenamiento ectópico de lípidos que afectaría aún más la sensibilidad a la insulina, en un círculo vicioso constantemente retroalimentado. Es por este motivo que la flexibilidad metabólica disminuye; algo que se evidencia a través del cociente respiratorio, con una menor utilización de ácidos grasos durante el ayuno (pj, durante las horas de sueño nocturno) y una menor captación de glucosa tras una comida rica en carbohidratos. Al final, digamos que la célula va a pasar siempre “hambre”, dando lugar a un estado de menor energía y una mayor facilidad para aumentar el tejido adiposo.

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    3. Un placer volver a leerte de nuevo.

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    4. Se extrañaban estos artículos que te dejan pensando un buen rato y hacen reflexionar sobre antiguas creencias basadas en estudios no tan fiables, como por ejemplo, el metabolismo del azúcar.
      Gracias!

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      1. Sí, hay que reflexionar siempre..., no ya para intentar encontrar una verdad sino, más bien, para deshacerse de unas cuantas mentiras.

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